Daniel Moyano
Pasó fugazmente por el mundo (1888-1928, apenas llegó a los 40 años), en un tiempo y en un lugar violentos, en ese continente americano que Valle Inclán llamó «tierras calientes», y dejó dos libros: Tierra de promisión, sonetos, y una sinfonía verbal: La vorágine.
Su biografía externa dice que este hombre, autor de la mejor novela colombiana antes de Cien años de soledad, fue maestro y mal abogado (en mitad de los pleitos se pasaba a la parte contraria, a la de los débiles, y generalmente los perdía), y miembro del Congreso Nacional.
Como secretario de la comisión limítrofe con Venezuela, en 1922 recorre la selva y sus grandes ríos y conoce a fondo el mundo de la explotación del caucho, que en su novela debe leerse como explotación de seres vivientes, como los hombres y los árboles. Allí sufre ataques de paludismo.
Ese mismo año, convaleciente de beriberi, comienza a escribir La vorágine (el beriberi es una enfermedad que produce rigidez dolorosa en los miembros): en 1924 la termina y la publica; en 1926 sale la segunda edición, donde aparecen corregidas aquellas frases que críticos irascibles denuncian como versos en estado puro, escandalosos endecasílabos desnudos en medio de una prosa modernista. La biografía interna, visible entre las páginas de esta gran novela, dice que este hombre/poeta se siente desbordado por la vida y el mundo del cual le toca ser testigo, y que escribe para huir de sus perseguidores y perseguir lo inalcanzable, como lo hicieron Kafka o Melville.
La biografía externa termina diciendo que en 1928 muere prematuramente en Nueva York, escribiendo una segunda novela, de la que no se tiene ninguna noticia.
La vorágine transforma radicalmente los gustos literarios del momento, acabando con la vigencia de María, la novela con que el también colombiano Jorge Isaacs hizo llorar a media América Latina antes de que existieran los culebrones venezolanos. Es decir, rompe con el pasado clásico y romántico, sustituyendo a la evanescente María por mujeres de carne y hueso y bien plantadas sobre la tierra, como lo son Alicia y Zoraida en La vorágine. Horacio Quiroga dijo que esta novela era «la epopeya de la selva». La brasileña Clarice Lispector, en su novela Cerca del corazón salvaje tiene, en cuanto búsqueda, una deuda con Rivera. Con La vorágine el paisaje deja de ser bucólico y los hombres dejan de ser metáfora. Y la magia de García Márquez está patente no sólo en el lenguaje sino en personajes que «rezan» heridas y apuestas en los juegos y «bailan» los velorios.